Izquierda “moderna”, populismo y guerra. A propósito de las declaraciones de Tabaré Vázquez



Por Edgardo Mocca, paraRevista Debate

Según Tabaré Vázquez, fue la intervención pública de George W. Bush la que “aplacó todos los ánimos” en la relación entre Uruguay y Argentina, cuando ésta se vio alterada por el conflicto alrededor de la instalación de una fábrica de papel celulosa en el vecino país. No hace falta mucha decodificación de esa increíble afirmación para inferir que fue el gobierno de Estados Unidos el que evitó una guerra entre ambas naciones. Entre las razones que inclinaron al ex presidente de Uruguay a considerar factible la guerra figura según sus propias declaraciones, el enfrentamiento armado “entre peronistas” en oportunidad del traslado de los restos de Perón a la quinta de San Vicente. El mensaje es de una sencillez elemental: un pequeño país, como es Uruguay, se sintió amenazado por un país más grande, gobernado por una facción violenta y enloquecida y fue la intervención de una superpotencia racional y enérgica la que impidió la tragedia de una guerra.



La correspondencia del relato con la vulgata “antipopulista” que circula como buena moneda entre los círculos dominantes de Estados Unidos y otros países “centrales” no puede ser más perfecta. Curiosamente, el relato no lo produce un dirigente político del Partido Republicano de Estados Unidos ni del Partido Popular de España, sino alguien que gobernó su país en nombre del Frente Amplio, una de las grandes creaciones políticas de la izquierda latinoamericana. Por lo demás la izquierda uruguaya sigue ejerciendo el gobierno en ese país y las relaciones entre las naciones del Plata se han reencaminado visiblemente, casi de inmediato a la asunción del actual presidente Mujica. Estamos ante un enigma que invita a ser pensado.
Como su nombre lo anuncia, el Frente Amplio es una coalición heterogénea. Vázquez expresa una corriente interna, ciertamente muy influyente, que auspicia posiciones pragmáticas y centristas, tanto en lo que concierne a la política doméstica como al relacionamiento del país con el mundo. Uno de los temas principales que este sector sitúa en el centro de la agenda es la cuestión de los modos de integración regional y hemisférica más convenientes para Uruguay. “Así como está, el Mercosur no nos sirve” dijo el ex presidente en marzo de 2006, cuando el conflicto por las pasteras había escalado en ambas márgenes del río. De modo paralelo el entonces ministro de Economía, y hoy vicepresidente, Danilo Astori hacía pública la intención del gobierno uruguayo de avanzar en la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos. No debe dejar de situarse a esas afirmaciones en el contexto de la época: esto sucedía pocos meses después de la IV Cumbre de las Américas, realizada en Mar del Plata, en la que los países de la región –con un protagonismo central de la Argentina y su presidente Néstor Kirchner- habían terminado de enterrar el proyecto del ALCA impulsado enérgicamente por el gobierno de Estados Unidos. La insinuación del acuerdo comercial bilateral con Estados Unidos desató en aquellos días una dura polémica pública en el interior de la coalición gobernante en Uruguay; fue la tradición democrática en el interior del Frente la que permitió desarrollar una discusión que clausuró, por lo menos provisoriamente, la posibilidad de ese acuerdo.
Los sostenedores de la prioridad estratégica de la relación económica con Estados Unidos dentro del agrupamiento de la izquierda sostienen sus planteos acudiendo a una curiosa retórica nacionalista, profundamente arraigada en las élites del Uruguay. Los problemas de desarrollo de la república oriental tienen, según esa narrativa, una relación directa con la vecindad de dos “hermanos mayores” que pretenden tutelar a ese país e imponerle condiciones. Sería el pragmatismo más elemental el que aconsejaría a Uruguay deshacerse de esa tutela y recurrir a la ayuda de la principal potencia mundial, interesada además en que no se desarrolle un bloque regional autónomo, sobre todo si éste no se limita al estímulo del intercambio comercial intrazona sino que incursiona en las sensibles aguas de la geopolítica regional. El patriotismo oriental consistiría en relativizar la influencia brasileña y argentina por medio de la intervención de un “tercero”, en este caso nada menos que la primera potencia mundial.
La cartografía política del Departamento de Estado de Estados Unidos, por su parte, brinda un atractivo soporte ideológico a estas corrientes. Para la mirada estadounidense –no alterada sustancialmente por la última alternancia de Bush a Obama- los avances de la izquierda en América del Sur no tienen un signo unívoco: es necesario diferenciar a las izquierdas “modernas y democráticas” de las “tradicionales y populistas”. Nada inocente, la clasificación reconoce a la actitud frente a Estados Unidos como uno de sus principios cardinales; claro está que son modernas y democráticas aquellas izquierdas que consideran el antimperialismo como una rémora de las experiencias revolucionarias frustradas de los años setenta y son “populistas” aquellas que incluyen en su agenda política cuestiones como el rechazo de bases militares extranjeras en la región o la recuperación nacional de los recursos naturales.
En este marco, los proyectos de integración regional constituyen una cuestión crítica. El sostenimiento del Mercosur frente a todas las presiones contra su existencia y, sobre todo, el fuerte impulso a la Unasur como estrategia de articulación política sudamericana son hechos cuya relevancia se ha acrecentado radicalmente en el contexto de dos procesos de transformación mutuamente enlazados: la crisis económica en el occidente desarrollado y los cambios en la relación de fuerzas geopolítica con el ascenso de China y de agrupamientos como el BRICS que coordina a ese país con Brasil, India, Rusia y Sudáfrica. Con este panorama, a las élites de Estados Unidos no los asustan las autodenominaciones “de izquierda” de los partidos de la región con tal de que excluyan de su agenda programática todo impulso soberanista y de integración política.
Como ya mencionamos, Tabaré hizo un guiño gracioso hacia la mirada americana sobre nuestros asuntos regionales, cuando amalgamó en la misma enunciación causal de los “peligros bélicos” la situación en Gualeguaychú con los conflictos internos del justicialismo. Agitó así los prejuicios contra el peronismo que permanecen en las izquierdas de la región como herramienta de deslegitimación del kirchnerismo.  Lo hizo pocos días antes de la elección presidencial en Argentina y pocos días después de haber apoyado públicamente la campaña del candidato socialista Hermes Binner. No vale la pena internarse en el camino sin retorno de las explicaciones conspirativas. El caso, por lo demás, no lo necesita. Alcanza para enmarcarlo la pertenencia explícita de Vázquez a una corriente interna del progresismo uruguayo que ha enlazado discursivamente la razonable revisión de una experiencia duramente derrotada en los años setenta con la resignación de postulados constitutivos de la izquierda latinoamericana como son la autonomía nacional y el fortalecimiento de la integración regional.
Lo que es verdaderamente lamentable es que para hacer esa profesión de fe “moderna y democrática” haya manipulado cuestiones tan graves como la guerra entre países que son hermanos por su historia, por su geografía y por su cultura. No importa cuántos votos pueda sumar o restar a sus aspiraciones presidenciales, la desdichada intervención del ex presidente pasa a ser una referencia histórica de aquello con lo que uruguayos y argentinos no debemos condescender. 

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